En el hotel de los colibries
Si llegué al hotel de los colibries fue por pura casualidad. Aunque ahora yo sea una criatura sedentaria, sumergida en una vida rutinaria en lo más oscuro de una ciudad siniestra, en cierta ocasión fui un hombre valeroso que estuvo en la selva atlántica brasileña y abandonó la seguridad del coche y del camino ancho para internarse en una trilha incierta.
El sol era radiante pero al salir del camino el sotobosque estaba oscuro como una catedral tenebrosa y solamente algunos rayos de luz alcanzaban el suelo como a través de una vidriera. La selva me parecía llena de maravillas, extrañas plantas que aquí deben cultivarse en invernaderos, insectos despampanantes y huellas de animales misteriosos.
Perdí la noción del tiempo. Ya debía llevar un buen rato andando cuando empecé a inquietarme. No tenía la sensación de estar muy lejos, pero haciendo fotos el tiempo pasa de otra manera. ¿Habían pasado una, dos, tres horas?
De pronto, en mitad de la selva apareció un extraño hotel, aparentemente sin ninguna conexión con la realidad. En algún tiempo debió de ser lujoso pero estaba decadente y vacío. Llegué a la puerta pensando que podría estar incluso abandonado, y al mismo tiempo temiendo que no me dejasen entrar porqué estaba sucio de barro después de pasar el día haciendo fotos. Vacilé antes de empujar, pero la puerta estaba abierta y la recepción vacía.
A lo lejos, al fondo de un corredor desierto, se veía la luz de lo que se intuía que podría ser un bar. En el recinto reinaba el frescor antiguo de los patios andaluces y las paredes estaban decoradas con acuarelas de colibries y flores de la selva. Me interné diciendo hola a cada paso, y no pude evitar pensar que aquello podría ser el cielo, pero también el infierno.
En el bar estaba la recepcionista, que parecía un ángel rubio sin alas. Y me traspasó el subconsciente con una mirada amable de psicoanalista. Allí debió ver todos mis miedos y mis angustias como quien mira los cuadros de Goya. Solamente sonrió. Yo pregunté si podría tomar un suco de limão y me senté en la única mesa de la terraza.
Cuando apenas había tenido tiempo de maravillarme de la tranquilidad de aquel lugar, apareció la camarera, como si hubiera salido de las mil y una noches, con el zumo de limón para mi y lo más importante: un recipiente con agua azucarada para dar de comer a los beija-flor, los colibries, los principales -y seguramente únicos- huéspedes del hotel.
La camarera y la recepcionista también se sentaron y por un momento tuve la sensación de estar interrumpiendo una antigua ceremonia que se celebraba cada tarde.. Al cabo de un rato empezaron a aparecer los colibries, a pocos metros de nosotros. Yo nunca los había visto antes, son criaturas diminutas, tornasoladas y tímidas, demasiado bellas para ser de este mundo.
Les aseguro que en ese lugar el tiempo no existe. No había ni un solo turista, pero me recomendaron que fuera a hablar con un anciano sabio alemán que vive en una cabaña anexa, estudiando las criaturas de la selva y especialmente a los colibries desde hace más de cincuenta años. Se extrañaron al saber que a la mañana siguiente yo tenía que estar trabajando en Rio de Janeiro.
Al salir del hotel el sol ya había caído. La piscina estaba llena de flores muertas y al lado del camino volaban unas mariposas azules grandes como un libro, tan indolentes que se podían contar sus aletazos. A lo lejos se oían ruidos de pájaros desconocidos, y estando atento podían intuirse los monos por el movimiento de las ramas. Apreté el paso para llegar hasta el coche con las últimas luces del día. Tal vez hubiera debido quedarme aquella noche allí.
Muchas veces he pensado en regresar.
El sol era radiante pero al salir del camino el sotobosque estaba oscuro como una catedral tenebrosa y solamente algunos rayos de luz alcanzaban el suelo como a través de una vidriera. La selva me parecía llena de maravillas, extrañas plantas que aquí deben cultivarse en invernaderos, insectos despampanantes y huellas de animales misteriosos.
Perdí la noción del tiempo. Ya debía llevar un buen rato andando cuando empecé a inquietarme. No tenía la sensación de estar muy lejos, pero haciendo fotos el tiempo pasa de otra manera. ¿Habían pasado una, dos, tres horas?
De pronto, en mitad de la selva apareció un extraño hotel, aparentemente sin ninguna conexión con la realidad. En algún tiempo debió de ser lujoso pero estaba decadente y vacío. Llegué a la puerta pensando que podría estar incluso abandonado, y al mismo tiempo temiendo que no me dejasen entrar porqué estaba sucio de barro después de pasar el día haciendo fotos. Vacilé antes de empujar, pero la puerta estaba abierta y la recepción vacía.
A lo lejos, al fondo de un corredor desierto, se veía la luz de lo que se intuía que podría ser un bar. En el recinto reinaba el frescor antiguo de los patios andaluces y las paredes estaban decoradas con acuarelas de colibries y flores de la selva. Me interné diciendo hola a cada paso, y no pude evitar pensar que aquello podría ser el cielo, pero también el infierno.
En el bar estaba la recepcionista, que parecía un ángel rubio sin alas. Y me traspasó el subconsciente con una mirada amable de psicoanalista. Allí debió ver todos mis miedos y mis angustias como quien mira los cuadros de Goya. Solamente sonrió. Yo pregunté si podría tomar un suco de limão y me senté en la única mesa de la terraza.
Cuando apenas había tenido tiempo de maravillarme de la tranquilidad de aquel lugar, apareció la camarera, como si hubiera salido de las mil y una noches, con el zumo de limón para mi y lo más importante: un recipiente con agua azucarada para dar de comer a los beija-flor, los colibries, los principales -y seguramente únicos- huéspedes del hotel.
La camarera y la recepcionista también se sentaron y por un momento tuve la sensación de estar interrumpiendo una antigua ceremonia que se celebraba cada tarde.. Al cabo de un rato empezaron a aparecer los colibries, a pocos metros de nosotros. Yo nunca los había visto antes, son criaturas diminutas, tornasoladas y tímidas, demasiado bellas para ser de este mundo.
Les aseguro que en ese lugar el tiempo no existe. No había ni un solo turista, pero me recomendaron que fuera a hablar con un anciano sabio alemán que vive en una cabaña anexa, estudiando las criaturas de la selva y especialmente a los colibries desde hace más de cincuenta años. Se extrañaron al saber que a la mañana siguiente yo tenía que estar trabajando en Rio de Janeiro.
Al salir del hotel el sol ya había caído. La piscina estaba llena de flores muertas y al lado del camino volaban unas mariposas azules grandes como un libro, tan indolentes que se podían contar sus aletazos. A lo lejos se oían ruidos de pájaros desconocidos, y estando atento podían intuirse los monos por el movimiento de las ramas. Apreté el paso para llegar hasta el coche con las últimas luces del día. Tal vez hubiera debido quedarme aquella noche allí.
Muchas veces he pensado en regresar.
Comentarios
Y las sensaciones no fueron esas... más bien eran las de una película de serie B.
Me ha gustado mucho recordar esa historia, y me ha servido para pensar en retomar las entradas y contar lo que pasó...
Ah... ve!
Sí vuelve, ha de ser sin esperar nada. Como la primera vez.
Las fotos son muy bonitas.
Un Abrazo
Namasté
Por un momento me he olvidado de las nubes que cubren hoy Munich.
Voldria perdrem per sempre a la trilha incierta.
Ara mateix.
Si pot ser.
Y de los colibries te cuento que algún tiempo viví en México en una casita que estaba repleta de ellos, una vez uno de ellos se metió debajo de uno de mis platos en el escurridero de los platos y tuve que sacarlo con mucho cuidado, fue maravilloso tener en mis manos ese animalito que por fortuna no se lástimo ya salió disparado en cuando abrí mi mano en el centro del jardín :)))
¡Saludos!
Cuenta esa historia !
Si, ya me acuerdo perfectamente de tus fantasías con el ingreso en las clarisas, y justamente esa misma noche yo regresé exultante del hotel de los colibries y me conecté para leer tu blog desde el otro lado del mundo !
Ya te entendí pero al principio pensé que no tenías razón, ahora ya no lo se.
Te queda Tunez que en principio es más pacífico. Ahora hay un vuelo Madrid Tozeur.
PD. En su relato casi he oído revolotear a los colibríes. Yo también he tenido la suerte de verlos, tan frágiles, tan delicados, tan coloridos, tan preciosos, pero tan fugaces...que apenas me dió tiempo a disfrutarlos :(