Ñoqui en claroscuro
Nuestro beagle Ñoqui hace poco que ha cumplido un año y medio. Después de habernos puesto literalmente al borde del colapso nervioso, ahora se ha tranquilizado un poco. Ya podemos sentarnos a ver la tele un rato sin necesidad de vigilarle para que no salte a la mesa a comerse los restos de la cena. Podemos sentarnos, pero no en el sofá, porque Ñoqui se lo comió hace ya cosa de un año. Cuando la gente dice que el perro se les ha comido el sofá, se refieren normalmente a un arañazo o dos en la tela, que dejan ver (impúdicamente) las tripas de los cojines, o tal vez a un desperfecto en la madera. No es nuestro caso: Ñoqui ha reducido literalmente a astillas el sofá y una mecedora, entre otras muchas cosas. Cada tarde al llegar a casa había que invertir un buen rato en recoger los trozos del anorak de plumas (abrió el armario), de un libro apreciado o de una figura de madera que estaba en una estantería. Ñoqui movía las sillas para trepar y comerselo absolutamente todo, vomitarlo y volverlo a engullir inmediatamente. Esto supuso muchas visitas al veterniario para lavados de estómago, sustos de todo tipo y un gran malestar en casa.
Pero se ha tranquilizado. Sigue siendo un petardo, sigue tirando como un loco cuando en el monte encuentra el rastro de un jabalí y sigue aullando por la calle como si participase en cacerías del zorro con el Principe Charles. Y sigue robando comida de la basura cuando nos despistamos. Pero ya no es lo mismo. Al bajar su nivel de alocamiento infantil sus buenas cualidades perrunas, que estaban allí desde el primer día, ahora son mucho más visibles.
Como todos los beagles, Ñoqui es sociable, listo y cariñoso. Cuando hace alguna maldad, basta con decirle "¡Castigado!" para que se vaya él solo con el rabo entre las piernas a encerrarse en el lababo. Le gustan los ñiños hasta el punto de pedirnos que le llevemos junto a un grupo de párvulos para que le acarícien. Respeta a los perros mayores y a los cachorros jóvenes, y les trata con cuidado para evitar lastimarles. Aguanta resignadamente los zarpazos de nuestra gata Andrómeda, juega con nuestro gato Bilbo, y llora de alegría cuando va a ver a los abuelos.
Pero sobretodo le apreciamos por su alegría inocente y por el amor químicamente puro con que viene a saludarnos cuando llegamos a casa. Despierta en nosotros sentimientos básicos que teníamos adormecidos en lo más profundo de nuestras mentes, como la alegría de revolcarnos jugando en la hierba, olisquearnos o simplemente de estar en silencio mirando al infinito, con un buen amigo al lado.
Por fin, en momentos de desesperación, ya podemos entonar las palabras de Shopenhauer: "Si no hubiera perros, no merecería la pena vivir".
Aunque nada de esto nos haga mejores personas, nos hace más felices.
Comentarios
La nuestra (una galga de padre desconocido) no se ha comido el sofá: ahora es suyo.
Si conoce alguien que tenga un galgo pregúntele qué es lo que más le gusta; puede que le diga "correr", pero casi seguro que le dice "un sofá"
Y sí, ese amor químicamente puro es lo mejor que nos dan, da igual que faltes horas o sólo hayas bajado a mirar el buzón