Ñoqui
Desde hace ya unos meses, lo primero que oigo cada mañana son los pasos de nuestro perro Ñoqui que se acerca por el pasillo puntualmente a las 7:00, rodea la cama y pone las patas sobre la colcha pidiendo un poco de amor. Y lo último, antes de acostarme, es su respiración profunda de animal dormido sobre el sofá. No es un perro ejemplar. A sus seis meses y medio ya tiene un historial delictivo de cierta consideración: destrozo de un repetidor de wifi, ataque a dos quesos manchegos secos y rotura de un anorak de plumón, entre otros. Y lo peor: ingestión de diversos calcetines de algodón y medias de señora que terminaron con ingreso en hospital veterinario. Todavía conservo la foto de la bandeja repleta de ropa que surgió de su estómago perruno. Pero Ñoqui no es exactamente un perro, es un sabueso. Un Beagle, para ser más precisos. Su genética le predispone a correr detrás de un zorro en los bosques de la Gran Bretaña, acompañado de una ruidosa jauría y precediendo al Principe C